¿Qué significa ser parte de la Iglesia Católica? ¿Ser un miembro de ella? ¿Es como tener una membresía a un club o un partido político al que podemos unirnos y salirnos cuando queramos? Aun cuando muchos católicos lo ven así, nuestro bautismo tiene consecuencias mayores.
Por nuestro bautismo somos parte de la vida de la Iglesia. Esto nos precede y nos afecta en un nivel profundamente personal y existencial. Por el bautismo también compartimos la naturaleza divina. Nos convertimos en hijos adoptivos de Dios. San Agustín afirmó que Dios respondió a la tragedia del pecado desde el primer momento del pecado de Adán, comenzando la Iglesia desde ese momento. Agustín le llamaba “la Iglesia de Adán”.
Normalmente no pensamos de esa manera. Rara vez pensamos en estos términos cuando reflexionamos sobre nuestro origen e identidad. En un mundo de elecciones y opciones, normalmente pensamos en nuestra pertenencia a la Iglesia más como un accidente en nuestra historia que como una herencia de gracia. Cuando alguien dice que “creció católico”, suena como algo temporal y mutable. Frecuentemente vemos nuestra pertenencia a la Iglesia más como una opción que como nuestra identidad.
En lugar de sentirnos maravillados y llenos de gratitud por la verdad de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, actuamos como consumidores satisfechos que recibieron una buena oferta a un buen precio.
O actuamos como consumidores cautelosos, satisfechos de saber que no hemos pagado mucho o no hemos sido ingenuos frente a afirmaciones tan extravagantes. Quizá podemos entender dichas actitudes; rara vez vemos las cosas de manera distinta en el mundo. Nuestra visión de la Iglesia es a veces malinformada porque estamos acostumbrados a pensar en términos comerciales.
Pero, siendo honestos, somos los beneficiarios de todo lo que Dios ha hecho para rescatar el mundo. Es un don suyo.
La herencia que hemos recibido nos permite vivir libres de los poderes de la muerte y abrazar con gozo el don de la vida en su totalidad. En nuestro estatus de hijos e hijas amados de Dios, no existe nada que no se nos haya dado como una bendición y de manera gratuita.
Esto es parte de lo que significa describirnos como católicos. Sabemos que “católico” significa “universal”; y normalmente celebramos este aspecto de nuestra identidad en un sentido geográfico. Somos la Iglesia con presencia en el mundo entero, en todos lados igual, y cada uno de nosotros con su parte.
Pero hay un sentido más pleno de la palabra. “Católico” significa también que no existe un lugar en el cual Dios no esté presente. Cada parte de la vida y cada aspecto de nuestra experiencia, la suma de nosotros mismos, son la arena donde Dios se hace presente. La grandeza de nuestras vidas en la Iglesia consiste en saber que hemos recibido una promesa.
Cuando recibimos las bendiciones de la vida, sabemos de dónde vienen y podemos decir “gracias” a Dios por todas ellas. Cuando sufrimos, sabemos que es un camino para una mayor intimidad con Dios que no conseguiríamos de ninguna otra manera. El gozo reluciente y la brillante euforia son invitación a unirnos con Dios.
Y también lo son el dolor inevitable y la innegable verdad de nuestras limitaciones. Dios está vivo en cada una de nuestras experiencias, donde la naturaleza Católica de la Iglesia se hace presente.
Vemos esto claramente cuando celebramos a los santos. Sus ejemplos nos recuerdan de la infinita variedad de maneras en que Dios trabaja en medio de las circunstancias y situaciones de la vida. San Pablo era santo aun en medio de su limitada paciencia con aquellos que no podían ver la verdad de Cristo como un don. San Pedro era santo aun cuando le costaba trabajo ir más allá de su negación de Jesús. Santa Teresa de Calcuta es tan conocida por su batalla en la noche oscura del espíritu como por su brillante disposición. Y el Beato Stanley Rother es notable por las complicaciones que tuvo dirigiendo su parroquia y misión en Guatemala.
Cada uno de los santos nos ofrece un ejemplo único de la obra de Dios en medio del reto universal de vivir nuestra llamada personal a la santidad. Los santos no son honrados por ser estatuas inamovibles hechas del mismo material, sino por ser hombres y mujeres que vivieron vidas verdaderas, individuales y muy humanas.
Somos parte de la Iglesia de santos y mártires. Dios nos ha elegido y nos ha hecho parte de su bendición. Nuestras vidas, con todos sus intrincados lugares y complicadas geografías, son el lugar donde Dios ha elegido vivir y acompañarnos en nuestra jornada.
Una vez que sabemos esto, el ser católico no es simplemente una opción sobre otras, sino una bendición que ha sido derramada sobre nosotros de maneras inimaginables e inmerecidas.
Imagina como sería tu vida si, al verte al espejo, pudieras ver cada parte escondida de tu identidad. Al verlo todo, sabemos que cada aspecto de ella ha sido elaborado por la voluntad de Dios como un regalo para el mundo, y podemos reconocer el maravilloso regalo que significa ser parte de la Iglesia.
Esto es lo que nos ha dado. Nos ha elegido para ser parte de este drama. Somos el don de la Iglesia de Dios para el mundo.